J. Krishnamurti
Más allá de la neblina distante estaban las blancas arenas y el fresco mar, pero el calor era insufrible, aun bajo los árboles y en la casa. El cielo ya no era azul y el sol parecía haber absorbido toda partícula de humedad. La brisa del mar había cesado, y las montañas del otro lado, claras y cercanas, reflejaban los ardientes rayos del sol. El agitado perro yacía jadeante, como si su corazón fuera a estallar con este intolerable calor. Habría aun claros y soleados días, semana tras semana, durante muchos meses, y las colinas, perdido el verdor y la suavidad adquiridos con las lluvias de primavera, estaban requemadas y parduscas, y la tierra seca y dura. Pero había belleza aun ahora en estas laderas, con su luz trémula más allá de los verdes robles y el heno dorado, y con las estériles rocas de las montañas asomando por encima de aquellos.
La senda que conducía a través de las laderas hacia las altas montañas era polvorienta, pedregosa y áspera. No había arroyos, ni ruido de aguas corrientes. El calor era intenso en estas colinas, pero a la sombra de algunos árboles a lo largo del lecho del río seco era soportable, porque aquí había una leve brisa que subía por el “cañón” del valle. Desde esta altura, el azul del mar era visible a muchos kilómetros de distancia. Había una gran calma; aun los pájaros se mantenían quietos, y un arrendajo azul que se había mostrado ruidoso y alborotador, descansaba ahora. Un ciervo de piel oscura bajaba por el sendero, alerta y vigilante, dirigiéndose hacia una pequeña charca de agua en el seco lecho del arroyo; avanzaba silenciosamente sobre las rocas, contrayendo sus largas orejas y vigilando con sus grandes ojos todo movimiento entre los arbustos. Bebió cuanto pudo y se habría tendido a la sombra, cerca de la charca, pero tuvo que haberse dado cuenta de la presencia humana que no podía ver, porque bajó inquieto por el sendero y desapareció. Y ¡cuán difícil era observar a un coyote, una especie de perro salvaje, entre las colinas! Era del mismo color que las rocas y hacía lo que podía para no ser visto. Tenía que mantener uno la mirada constante sobre él, y aun entonces desaparecía y no se le podía descubrir de nuevo; miraba uno en busca de algún movimiento, pero no se percibía nada. Tal vez fuera al charco. No hacía mucho tiempo había habido un gran incendio en medio de estas colinas, y los animales silvestres se habían alejado; pero ahora algunos habían regresado. Al otro lado del sendero, una codorniz madre conducía a sus pollitos recién nacidos, más de una docena, los animaba suavemente, llevándolos hacia un espeso matorral. Eran como redondas pelotitas de color gris amarillento, de delicadas plumas, seres tan nuevos para este peligroso mundo, pero vivos y encantados. Allí, bajo el matorral, varios se habían encaramado sobre la madre, pero los más de ellos se encontraban bajo sus protectoras alas, descansando de las fatigas del nacimiento.
¿Qué es lo que nos une unos a los otros? No son nuestras necesidades. Ni es el comercio y las grandes industrias, ni los bancos y las iglesias estos son simplemente ideas y el resultado de ideas. Las ideas no nos unen a otros. Podemos unirnos por conveniencia, o por necesidad, peligro, odio o adoración, pero ninguna de estas cosas nos mantiene juntos. Todas ellas tienen que apartarse de nosotros, de modo que estemos solos. En esta soledad hay amor, y es el amor el que nos mantiene juntos.
Una mente preocupada nunca es una mente libre, tanto si está preocupada con lo sublime o con lo trivial.
Había venido de un país muy lejano. Aunque había tenido la poliomielitis, la dolencia paralizante, ya podía caminar y conducir un coche.
“Como tantos otros, especialmente los de mi condición, he pertenecido a diferentes iglesias y organizaciones religiosas”, dijo, “y ninguna de ellas me ha dado ninguna satisfacción pero uno nunca deja de buscar. Creo que soy serio, pero una de mis dificultades es que soy envidioso. La mayoría de nosotros somos impulsados por la ambición, la codicia o la envidia; estos son implacables enemigos del hombre, y sin embargo no parece uno poder prescindir de ellos. He tratado de crear varios tipos de resistencia contra la envidia, pero a pesar de todos mis esfuerzos quedo preso repetidamente en ella; es como el agua que se filtra por el techo y antes de que me dé cuenta de lo que sucede, me encuentro más intensamente envidioso que nunca. Probablemente habéis respondido a esta misma pregunta docenas de veces, pero si tenéis paciencia, desearía preguntar cómo se va uno a desembarazar de este tormento de la envidia”.
Tenéis que haber descubierto que con el deseo de no ser envidioso viene el conflicto de los opuestos. El deseo o la voluntad de no ser esto, pero ser aquello, contribuye al conflicto. Generalmente consideramos este conflicto como el proceso natural de la vida; pero ¿lo es? Esta lucha perpetua entre lo que es y lo que debía ser se considera noble, idealista; pero el deseo y el intento de ser no-envidioso es el mismo que el de ser envidioso, ¿verdad? Si uno realmente comprende esto, entonces no hay batalla entre los opuestos; cesa el conflicto de la dualidad. Esta no es una cuestión sobre la que deba reflexionarse cuando volváis a casa; es un hecho que ha de verse inmediatamente, y esta percepción es la cosa importante, no el cómo librarse de la envidia. La libertad de la envidia llega, no por medio del conflicto de su opuesto, sino con la comprensión de lo que es; pero esta comprensión no es posible en tanto la mente se interese por cambiar lo que es.
“¿No es necesario el cambio?”
¿Puede haber cambio por un acto de voluntad? ¿No es la voluntad deseo concentrado? Habiendo engendrado la envidia, el deseo busca ahora un estado en el cual no haya envidia; los dos estados son producto del deseo. El deseo no puede producir un cambio fundamental.
“¿Entonces, qué es lo que lo producirá?”
Percibir la verdad de lo que es. Mientras la mente, o el deseo, trate de cambiarse de esto a eso, todo cambio será superficial y trivial. El pleno significado de este hecho ha de sentirse y comprenderse, y sólo entonces es posible que ocurra una radical transformación. En tanto que la mente esté comparando, juzgando, buscando un resultado, no hay posibilidad de cambio, sino sólo una serie de interminables luchas a las cuales llama vivir.
“Lo que decís parece muy verdadero, pero ano en el momento en que os estoy escuchando me encuentro aprisionado en la lucha por cambiar, para alcanzar un fin, para lograr un resultado”.
Cuanto más lucha uno contra un hábito, por profundas que sean sus raíces, más fuerza le da uno. Darse cuenta de un hábito sin escoger y cultivar otro, es poner fin al hábito.
“Entonces tengo que permanecer silenciosamente con lo que es, sin aceptarlo ni rechazarlo. Esta es una enorme tarea, pero veo que es el único camino, si ha de haber libertad”.
“Ahora, ¿puedo pasar a otra cuestión? ¿No afecta el cuerpo a la mente, y la mente a su vez afecta al cuerpo? He observado esto especialmente en mi propio caso. Mis pensamientos están ocupados con el recuerdo de lo que fui —sano, fuerte, rápido de movimientos— y con lo que espero ser, comparado con lo que soy ahora. Parece que soy incapaz de aceptar mi actual estado. ¿Qué he de hacer?”
Esta constante comparación de lo presente con lo pasado y lo futuro produce dolor y el deterioro de la mente, ¿no es así? Os impide considerar el hecho de vuestro estado presente. El pasado nunca puede volver a ser, y el futuro es imprevisible, de modo que sólo tenéis el presente. Sólo podéis tratar adecuadamente con el presente cuando la mente está libre de la carga del recuerdo pasado y de la esperanza futura. Cuando la mente está atenta al presente, sin comparación, entonces hay una posibilidad de que ocurran otras cosas.
“¿Qué queréis decir con ‘otras cosas’?”
Cuando la mente está preocupada con sus propias penas, esperanzas y temores, no hay lugar para estar libre de estas cosas. El proceso auto-aislante del pensamiento sólo paraliza aun más la mente, de modo que se pone en marcha el círculo vicioso. La preocupación vuelve trivial, mezquina, superficial a la mente. Una mente preocupada no es una mente libre, y la preocupación con la libertad aun engendra mezquindad. La mente es mezquina cuando está preocupada con Dios, con el Estado, con la virtud o con su propio cuerpo. Esta preocupación con el cuerpo impide la adaptabilidad a lo presente, el ganar vitalidad y movimiento, por limitados que sean. El yo, con sus preocupaciones, produce sus propias penas y problemas, que afectan al cuerpo; y el ocuparse con los males corporales sólo sirve para estorbar más al cuerpo. Esto no quiere decir que deba descuidarse la salud; pero la preocupación con la salud, como la preocupación con la verdad, con las ideas, solamente atrinchera la mente en su propia mezquindad. Hay una vasta diferencia entre una mente preocupada y una mente activa. Una mente activa es silenciosa, se da cuenta, no escoge.
“Conscientemente es un poco difícil absorber todo esto, pero probablemente lo inconsciente está captando lo que estáis diciendo; por lo menos así lo espero”.
“Quisiera hacer una pregunta más. Como veis, señor, hay momentos en que mi mente está en silencio, pero estos momentos son muy raros. He reflexionado sobre el problema de la meditación, y he leído algunas de las cosas que habéis dicho sobre ella, pero durante largo tiempo mi cuerpo me preocupaba demasiado. Ahora que me he acostumbrado más o menos a mi estado físico, creo que es importante cultivar este silencio. ¿Cómo tiene uno que hacer para ello?”
¿Es que hay que cultivar el silencio, nutrirlo cuidadosamente y fortalecerlo? ¿Y quién es el cultivador? ¿Es diferente de la totalidad de vuestro ser? ¿Hay silencio, una mente en calma, cuando un deseo domina a todos los demás, o cuando establece resistencia contra ellos? ¿Hay silencio cuando la mente es disciplinada, conformada, controlada? ¿No implica todo esto un censor, un llamado yo superior que controla, juzga, escoge? ¿Y existe tal entidad? Si existe, ¿no es producto del pensamiento? El pensamiento, dividiéndose a sí mismo en lo superior y lo inferior, lo permanente y lo impermanente, sigue siendo el resultado del pasado, de la tradición, del tiempo. En esta división hace descansar su propia seguridad. El pensamiento o deseo busca ahora seguridad en el silencio, y así pide un método o un sistema que ofrezca lo que quiere. En lugar de las cosas mundanas, ahora anhela el placer del silencio, de modo que engendra conflicto entre lo que es y lo que debería ser. No hay silencio donde haya conflicto, represión, resistencia.
“¿No debe uno buscar el silencio?”
No puede haber silencio en tanto haya un buscador. Existe el silencio de una mente en calma sólo cuando no hay buscador, cuando no hay deseo. Sin replicar, haceos esta pregunta a vos mismo: Quede estar en silencio la totalidad de vuestro ser? ¿Puede estar en calma la totalidad de la mente, la consciente tanto como la inconsciente?